Anatomía de mis afectos

 

 

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De izquierda a derecha: Pepi, Salomé y mi madre.

Algunas personas están en mi vida sin que pueda poner una fecha al encuentro. De otras recuerdo el año y el lugar. De algunas conozco su fecha de cumpleaños, su color preferido. A otras jamás las he visto pelar manzanas, elegir sus galletas favoritas o bajar las persianas en un día de sol para que la penumbra haga juego con lo que no se enseña. Pero nada de eso construye ni sirve para medir mis afectos. Recuerdo el cumpleaños de personas que no me importan demasiado, a las que no veo desde hace años, y a menudo olvido el de otras sin las que no quiero imaginar mi vida.

Mis afectos no necesitan de una frecuencia establecida para construirse. Tampoco para desaparecer. Se nutren de la manera en la que el otro me mira, de mi manera de mirar al otro. De un componente microscópico y multifunción que igual contruye catedrales que las derrumba. Una suma de seguridad, cuidados y libertad sin la que ya me resulta impensable cualquier afecto.

Crecí rodeada de brazos dispuestos a amortiguar las caídas, pero que jamás me evitaron caer. Creyeron que era importante que aprendiese pronto que los errores debían ser solo míos y que no penalizaban: los mismos brazos que no amarraban, me ayudarían a ponerme de pie siempre que lo necesitase.

Dos de esos brazos han dejado de existir hace unos meses. Se han ido para siempre, pero mis afectos no entienden de frecuencias ni códigos postales. Los brazos pertenecían a una mujer. Tenían un nombre muy largo, pero para mí siempre serán los brazos de Pepi.

Subida al mostrador de su tienda de telas aprendí a hacer lazada y dos nudos a los cordones de mis zapatos. Leíamos el periódico a medias antes de que yo aprendiese a leer. Me deslizaba por aquel mostrador larguísimo de madera hasta frenar a su lado y ella decía mi nombre muy seria.

Dios egipcio del sol con dos letras: Ra. 

Me enseñó a leer la hora en un reloj dibujado sobre un cartón, con dos puntas que ella movía como si tuviese todo el tiempo en sus manos. De ella heredé la costumbre de dedicar los libros que regalo y anotar el mes y el año en la primera página. Suyo es el primer libro que recuerdo y suyo también es el libro que he regalado a mis ahijados antes de que aprendiesen a leer.

Me escribía cartas siempre que ella consideraba que era un momento importante. Los subrayó para mí.  Siempre para mí, también me enseñó eso. Todas las cartas se han mudado conmigo en una cajita de zapatos que hoy, mientras escribo, revuelvo buscando palabras para recordarla. Su nombre siempre en el remitente, con la letra amplia. Lugar y fecha siempre arriba a la derecha. «Querida niña» o » Querida Pilar». Biquiños siempre al final. Los colores de la estación que veía desde su ventana, las cigüeñas, sus nidos.  La palabra Dios aparece escrita muchas veces, pero en ella jamás me molestó. No sonaba sectario, ni rancio, era solo fe. 

«Los camelios están pletóricos de camelias. Es una flor bonita pero flojea en la rama. Casi no se pueden hacer floreros. Tengo a mi lado un librito que me regalaron GRACIAS A DIOS POR MIS AMIGOS este es el título, te lo dejaré. Es un minilibro que se lee prontísimo. Hay que quedarse con las máximas definiciones.»

Eso me escribe el 24 de febrero del 2000. No recuerdo si entonces me hizo gracia, hoy sí. Aprender, aprovechar, tiempo, amistad, esfuerzo o disfrutar son palabras que se repiten en todas sus cartas. Poco a poco me las fue inoculando, como si tuviese un plan perfectamente establecido para convertirme en lo que ella quería que fuese. Yo, que siempre me he creído libre de doctrinas, con una personalidad forjada a base de ir retirando todo eso que alguien había elegido para mí, empeñada en ser otra cosa,  solo soy lo que ella quiso que fuese.

» Cuánto avance y qué revolución lo de internet, Pilarín. (…) Cambiando de tercio, tenemos un día muy gris, ya llegaron las dos cigüeñas al nido. A mi lado tengo un canario que trajeron mis hermanos de Málaga el año pasado. Nena, no te de la risa. Yo no te puedo hablar de discotecas, luego le saco felicidad al día a día aprovechando la naturaleza y la VIDA que tengo, un libro, el escribirte que me gusta, ver «algo» la tele no mucho. «

Me saludaba siempre llamándome Pilarín. Si preguntaba a mi madre por nosotros, decía los niños. Después de un rato juntas me llamaba Pilar. Luego se relajaba y me decía nena, como llamaba a sus amigas. Y a mí me gustaba. Me gustaba cómo me miraba, lo que veía en mí. Me gustaba cómo me acariciaba las manos y cómo me hacía prometer que nunca me metería en política. Me enseñó la importancia de reservar una parcela privada en la que estar sola para no estarlo jamás. Me enseñó que una mujer no es soltera ni casada, que los hijos son solo un deseo, no un derecho. Creía en el amor para toda la vida y estoy segura de que lo encontró. Nos quería. A mí , a mi hermano, a Raquel, a Maria José, a Marta, a Luis, a Belén, a todos los que fuimos creciendo mientras nos deslizábamos por el mostrador de madera de su tienda de telas.

Fui a verla después de Navidad. Me recibió con los labios pintados de rojo y los pendientes que solo se quitaba para dormir. Charlamos del trabajo, del amor, del último libro que estaba leyendo. Me contó las mismas historias de siempre y por primera vez la vi mayor. Yo le hablaba y ella me agarraba la mano fuerte, me mitaba con el orgullo de quien cree haber hecho un buen trabajo. Nunca me atreví a enseñarle lo que no le hubiese gustado tanto. No hacía falta. A mí no me hacía falta. Le dije una vez más que la quería. Me tomo muy en serio decir te quiero. Intento cuidar las palabras, darles valor.  Por eso trato de decirlo alto y claro.  Hay que quedarse con las máximas definiciones.

Mi madre me llamó a la oficina. No tengo buenas noticias. Tranquila, Pilar. Tu hermano lloraba igual que cuando era niño, dijo. Mi hermano me escribió un mensaje: «Con ella se ha ido parte de nuestra infancia.» Me pareció que tenía razón. Construyó recuerdos para nosotros, parte de lo mejor que somos se lo debemos a ella. Tenía todo el derecho a llevarse lo que quisiera.

Pepi murió una mañana temprano. Todavía estaba en camisón. Se había puesto los pendientes. Jamás salía de casa sin los pendientes puestos.

 

 

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